viernes, 27 de enero de 2012

Predicador al aire libre


Jorge Whitefield (1714-1770), predicó un promedio de diez veces por semana, durante treinta y cuatro años, la mayoría de las veces bajo el techo construido por Dios: el cielo. Ardía en su alma el deseo de ver a todas las personas liberadas de la esclavitud del pecado.

Más de 100 mil hombres y mujeresrodeaban al predicador hace doscientos años en Cambuslang, Escocia. Las palabras del sermón, vivificadas por el Espíritu Santo, se oían claramente en todas partes. Es difícil hacerse idea del aspecto de la multitud de 10 mil penitentes que respondieron al llamado para aceptar al Salvador. Estos acontecimientos nos sirven como el cumplimiento de las palabras de Jesús: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las Obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre”(Juan 14:12).

Había “como un fuego metido en los huesos” de este predicador. Ardía en él un santo celo de ver a todas las personas liberadas de la esclavitud del pecado. Durante veintiocho días realizó la increíble hazaña de predicar a diez mil personas diariamente. Su voz se podía oír perfectamente a más de un kilómetro de distancia, a pesar de tener una constitución física delgada y de adolecer de un problema pulmonar. Todos los edificios resultaban pequeños para contener esos enormes auditorios, y en los países donde predicó, instalaba su púlpito en los campos, fuera de las ciudades. Whitefield merece el título de príncipe de los predicadores al aire libre, porque predicó un promedio de diez veces por semana, durante un período de treinta y cuatro años, la mayoría de las veces bajo el techo construido por Dios, que es el cielo.

La vida de Jorge Whitefield fue un milagro. Nació en una taberna de bebidas alcohólicas. Antes de cumplir tres años, su padre falleció. Su madre se casó nuevamente, pero a Jorge se le permitió continuar sus estudios en la escuela. En la pensión de su madre hacia la limpieza de los cuartos, lavaba la ropa y vendía bebidas en el bar. Por extraño que parezca, a pesar de no ser aún salvo, Jorge se interesaba grandemente en la lectura de las Escrituras, leyendo la Biblia hasta altas horas de la noche. En la escuela se le conocía como orador. Su elocuencia era natural y espontánea, un don extraordinario de Dios.

Un joven de oración
Se costeó sus propios estudios en Pembroke College, Oxford, sirviendo como mesero en un hotel. Después de estar en algún tiempo en Oxford, se unió al grupo de estudiantes a que pertenecían Juan y Carlos Wesley. Pasó mucho tiempo, como los demás de ese grupo, ayunando y esforzándose, a fin de alcanzar la salvación, sin comprender que “la verdadera religión es la unión del alma con Dios y la formación de Cristo en nosotros”.

Acerca de su salvación escribió poco antes de su muerte: “Sé el lugar donde… Siempre que voy a Oxford me siento impelido a ir primero a ese lugar donde Jesús se me reveló por primera vez y me concedió mi nuevo nacimiento”.

Con la salud quebrantada, probablemente por el exceso de estudio, Jorge volvió a su casa para recuperarla. Resuelto a no caer en el indiferentismo, estableció una clase bíblica para jóvenes como él, que deseaban orar y crecer en la gracia de Dios. Diariamente visitaban a los enfermos y a los pobres y, frecuentemente, a los presos en las cárceles para orar con ellos y prestarles cualquier servicio manual.

Tenía en el corazón un plan que consistía en preparar cien sermones y presentarse para ser destinado al ministerio. Sin embargo, era tanto su celo que cuando apenas había preparado un solo sermón ya la Iglesia insistía en ordenarlo, teniendo apenas 21 años, a pesar de existir un reglamento que prohibía aceptar a una persona menor de 23 años para tal cargo.

El día anterior de su separación para el ministerio lo pasó en ayuno y oración. Acerca de ese hecho, él escribió: “en la tarde me retiré a un lugar alto cerca de la ciudad, donde oré con insistencia durante dos horas pidiendo por mí y también por aquellos que iban a ser separados junto conmigo. El domingo me levanté de madrugada y oré sobre el asunto de la epístola de San Pablo a Timoteo, especialmente sobre el precepto, ninguno tenga en poco tu juventud. Cuando el presbítero me impuso las manos, si mi vil corazón no me engaña, ofrecí todo mi espíritu, alma y cuerpo para el servicio del santuario de Dios…”

El domingo siguiente, predicó por primera vez. Algunos se quejaron de que quince de los oyentes “enloquecieron” al escuchar el sermón. Sin embargo, el presbítero al comprender lo que pasaba, respondió que sería muy bueno que los quince no se olvidasen de su “locura” antes del siguiente domingo.

Whitefield nunca se olvidó ni dejó de aplicar las siguientes palabras del doctor Delaney: “deseo, todas las veces que suba al púlpito, considerar esa oportunidad como la última que se me concede para predicar y la última que la gente va a escuchar”. Alguien describió así una de sus predicaciones: “Casi nunca predicaba sin llorar y sé que sus lágrimas eran sinceras. Lo oí decir: vosotros me censuráis porque lloro. Pero, ¿cómo puedo contenerme, cuando no lloráis por vosotros mismos, a pesar de que vuestras almas inmortales están al borde de la destrucción? No sabéis si estás oyendo el último sermón o no, o jamás tendréis otra oportunidad de llegar a Cristo”.

El Espíritu continuó Obrando poderosamente en él durante el resto de su vida, porque nunca abandonó la costumbre de buscar la presencia de Dios. Dividía el día en tres partes: ocho horas solo con Dios y dedicado al estudio; ocho horas para dormir y tomar sus alimentos y ocho horas para el trabajo entre la gente. De rodillas leía las Escrituras y oraba sobre esa lectura y así recibía luz, vida y poder. Leemos que en una de sus visitas a los Estados Unidos, “pasó la mayor parte del viaje solo, orando”. Alguien escribió sobre él: “Su corazón se llenó tanto de los cielos, que anhelaba tener un lugar donde pudiese agradecer a Dios y completamente solo, durante horas, lloraba conmovido por el amor de su Señor que lo consumía”.

El peregrino errante
Jorge Whitefield predicaba en forma tan vívida que parecía casi sobrenatural. Se cuenta que cierta vez predicando a unos marineros describió un navío perdido en un huracán. Toda la escena fue presentada con tanta realidad que cuando llegó al punto de describir cómo el barco se estaba hundiendo algunos de los marineros saltaron de sus asientos gritando: “¡A los botes! ¡A los botes!”.

Sin embargo, el gran secreto de la gran cosecha de almas salvas no era su maravillosa voz, ni su gran elocuencia. Tampoco se debía a que la gente tuviese el corazón abierto para recibir el Evangelio porque ése era un tiempo de gran decadencia espiritual entre los creyentes.

Tampoco fue porque le faltase oposición. Repetidas veces Whitefield predicó en los campos porque las Iglesias le habían cerrado las puertas. A veces ni los hoteles querían aceptarlo como huésped. En Basingstoke fue agredido a palos. En Staffordshire le tiraron terrones de tierra. En Moorfield destruyeron la mesa que le servía de púlpito y le arrojaron la basura de la feria. En Evesham las autoridades, antes de su sermón, lo amenazaron con prenderlo si predicaba. En Exeter, mientras predicaba ante un auditorio de diez mil personas, fue apedreado de tal modo que llegó a pensar que le había llegado su hora, como el ensangrentado Esteban, de ser llamado inmediatamente a la presencia del Maestro. En otro lugar lo apedrearon nuevamente hasta dejarlo cubierto de sangre. Verdaderamente llevó en el cuerpo, hasta la muerte, las marcas de Jesús.

Whitefield se consideraba un peregrino errante en el mundo, en busca de almas. Nació, se crió, estudió y obtuvo su diploma en Inglaterra. Atravesó el Atlántico trece veces. Visitó Escocia catorce veces. Fue a Gales varias veces. Estuvo una vez en Holanda. Pasó cuatro meses en Portugal. En la Bermudas ganó muchas almas para Cristo, así como en todos los lugares donde trabajó.

Acerca de lo que experimentó en unos de esos viajes a la Colonia de Georgia, Whitefield escribió: “Recibí de lo alto manifestaciones extraordinarias. Al amanecer, al mediodía, al anochecer y a medianoche –de hecho el día entero– el amado Jesús me visitaba para renovar mi corazón. Si ciertos árboles próximos a Stonehouse pudiesen hablar, contarían la dulce comunión que yo y algunas almas amadas gozamos allí con Dios, siempre bendito. A veces, estando de paseo, mi alma hacía tales incursiones por las regiones celestes, que parecía estar lista para abandonar mi cuerpo. Otras veces me sentía tan vencido por la grandeza de la majestad infinita de Dios, que me postraba en tierra y le entregaba mi alma, como un papel en blanco, para que Él escribiese en ella lo que desease. Nunca me olvidaré de una cierta noche de tormenta. Los relámpagos no cesaban de alumbrar el cielo. Yo había predicado a muchas personas y algunas de ellas estaban temerosas de volver a casa. Me sentí guiado a acompañarlas y aprovechar la ocasión para animarlas a prepararse para la venida del Hijo del hombre. ¡Qué inmenso gozo sentí en mi alma! ¡Cuando volvía,  mientras algunos se levantaban de sus camas asustados por los relámpagos que iluminaban los pisos y brillaban de uno al otro lado del cielo, otro hermano y yo nos quedamos en el campo adorando, orando, ensalzando a nuestro Dios y deseando la revelación de Jesús desde los cielos, ¡en una llama de fuego!”

En su biografía hay un gran número de ejemplos como los siguientes: “¡oh, cuántas lágrimas se derramaron en medio de fuertes clamores por el amor del querido Señor Jesús! Algunos desfallecían y cuando recObraban las fuerzas, al escucharme volvían a desfallecer. Otros gritaban como quien siente el ansia de la muerte. Y después de acabar el último  discurso, yo mismo me sentí tan vencido por el amor de Dios, que casi me quedé sin vida. Sin embargo, por fin reviví y después de tomar algún alimento, me sentí lo suficientemente fuerte como para viajar cerca de treinta kilómetros, hasta Nottingham. En el camino alegré mi alma cantando himnos. Llegamos casi a medianoche; después de entregarnos a Dios en oración, nos acostamos y descansamos bajo la protección del querido Señor Jesús. ¡Oh Señor, jamás existió un amor como el tuyo!”.

El poder de la palabra
Luego Whitefield continuó sin descanso: “al día siguiente en Fogs Manor la concurrencia a los cultos fue tan grande como en Nottingham. La gente quedó tan quebrantada que por todos los lados vi personas con el rostro bañado en lágrimas. La Palabra era más cortante que una espada de dos filos y los gritos y gemidos tocaban el corazón más endurecido. Algunos tenían semblantes tan pálidos como la palidez de la muerte; otros se retorcían las manos, llenos de angustia; otros más cayeron de rodillas al suelo, mientras que otros tenían que ser sostenidos por sus amigos para no caer. La mayor parte del público levantaba los ojos a los cielos, clamando y pidiendo misericordia de Dios. Yo, mientras los contemplaba, solamente podía pensar en una cosa, que ése había sido el gran día. Parecían personas despertadas por la última trompeta, saliendo de sus tumbas para comparecer al Juicio Final.

El poder de la Presencia divina nos acompañó hasta Baskinridge, donde los arrepentidos lloraban y los salvos oraban. El indiferentismo de muchos se transformó en asombro y después en gozo. Alcanzó a todas las clases, edades y caracteres. La embriaguez fue abandonada por aquellos que habían estado dominados por ese vicio. Los que habían practicado cualquier acto de injusticia, sintieron remordimientos. Los que habían robado se vieron constreñidos a hacer restitución. Los vengativos pidieron perdón. Los pastores quedaron ligados a su pueblo mediante un vínculo más fuerte de compasión. Se inició el culto doméstico en los hogares. Como resultado, los hombres se interesaron en estudiar la Palabra de Dios y a tener comunión con Dios”.

Pero no fue solamente en los países populosos que la gente afluyó para oírlo. En los Estados Unidos, cuando todavía era un país nuevo, se congregaron grandes multitudes de personas que vivían lejos unos de otros en las florestas. En su diario, el famoso Benjamín Franklin dejó constancia de esas reuniones de la siguiente manera: “El jueves el reverendo Whitefield partió de nuestra ciudad, acompañado de ciento cincuenta personas a caballo, con destino a Chester, donde predicó a una audiencia de siete mil personas, más o menos. El viernes predicó dos veces en Willings Town a casi cinco mil personas. El sábado en Newcastle predicó a cerca de dos mil quinientas personas y, en la tarde del mismo día, en Cristiana Bridge, predicó a casi tres mil personas. El domingo en White Clay Creek predicó dos veces, descansando media hora entre los dos sermones dirigidos a ocho mil personas, de las cuales cerca de tres mil habían venido a caballo. La mayor parte del tiempo llovió; sin embargo, todos los oyentes permanecieron de pie, al aire libre”.

Como Dios extendió su mano para Obrar prodigios por medio de su siervo, se puede ver claramente en lo siguiente: de pie sobre un estrado ante la multitud, después de algunos momentos de oración en silencio, Whitefield anunció de manera solemne el texto, “está establecido para los hombres que mueran una sola vez y después de esto el juicio.” Después de un corto silencio, se oyó un grito de horror proveniente de algún lugar entre la multitud. Unos de los predicadores allí presentes fue hasta el lugar de la ocurrencia para saber lo que había dado origen a ese grito. Cuando volvió, dijo: “hermano Withefield, estamos entre los muertos y los que están muriendo. Un alma inmortal fue llamada a la eternidad. El ángel de la destrucción está pasando sobre el auditorio. Clama en voz alta y no ceses”. Entonces se anunció al público que una de las personas de la multitud había muerto.

No obstante, Whitefield leyó por segunda vez el mismo texto: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez”. Del lado donde la señora de Huntington estaba de pie, vino otro grito agudo. Nuevamente, un estremecimiento de horror pasó por toda la multitud cuando anunciaron que otra persona había muerto. Pero Whitefield, en vez de llenarse de pánico como los demás, suplicó la gracia del Ayudador invisible y comenzó, con elocuencia tremenda, a prevenir de peligro a los impenitentes. Sin embargo, debemos aclarar que no siempre era vehemente o solemne. Nunca otro orador experimentó tantas formas de predicar como él.

El momento del descanso
A pesar de su gran Obra, no se puede acusar a Whitefield de buscar fama o riquezas terrenales. Sentía hambre y sed de la sencillez y sinceridad divinas. No congregó a su alrededor a sus convertidos para formar otra denominación, como algunos esperaban.

La mayor parte de sus viajes a la América del Norte los hizo a favor del orfanatorio que fundó en la Colonia de Georgia. Vivía en la pobreza y se esforzaba para conseguir lo necesario para el orfanatorio. Amaba a los huérfanos con ternura y les escribía cartas, dirigiéndose a cada uno de ellos por su nombre. Para muchos de esos niños él era el único padre y el único medio de sustento. Una gran parte de su Obra evangelizadora la realizó entre los huérfanos, y casi todos ellos permanecieron siempre creyentes fieles y unos cuantos de ellos llegaron a ser ministros del Evangelio.

Whitefield no era de físico robusto; desde su juventud sufrió casi constantemente, anhelando muchas veces partir para estar con Cristo. A la mayoría de los predicadores les es imposible predicar cuando se encuentran enfermos como él.

Fue así, como, a los 65 años de edad, durante su séptimo viaje a la América del Norte, finalizó su carrera en la tierra, una vida escogida con Cristo en Dios y derramada en un sacrificio de amor por los hombres. El día antes de fallecer tuvo que esforzarse para poder permanecer en pie. Sin embargo, al levantarse, en Exeter, ante un auditorio demasiado grande para caber dentro de ningún edificio, el poder de Dios vino sobre él y predicó como de costumbre, durante dos horas. Uno de los que asistieron dijo que “su rostro brillaba como el sol”. El fuego que se encendió en su corazón en el día de oración y ayuno de su separación para el ministerio, ardió hasta adentro de sus huesos y nunca se apagó (Jeremías 20:9).

Cierta vez un hombre eminente le dijo a Whitefield: “no espero que Dios llame pronto al hermano para la morada eterna, pero cuando eso suceda, me regocijaré al oír su testimonio”. El predicador le respondió: “entonces, usted va a sufrir una desilusión, puesto que voy a morir callado. La voluntad de Dios es darme tantas oportunidades para dar testimonio de Él durante mi vida que no me serán dadas otras a la hora de mi muerte”. Y su muerte fue tal como él la predijo.

Después del Sermón que predicó en Exeter, fue a Newburyport para pasar la noche en la casa del pastor. Al subir al dormitorio se dio vuelta en la escalera y con la vela en la mano pronunció un breve mensaje a sus amigos que allí estaban e insistían en que predicase.

A las dos de la mañana se despertó. Le faltaba la respiración y le dijo a su compañero sus últimas palabras que pronunció en la tierra: “me estoy muriendo”. En su entierro, las campanas de las Iglesias de Newburyport doblaron y las banderas quedaron en media asta. Ministros de todas partes asistieron a sus funerales; millares de personas no consiguieron acercarse a la puerta de la Iglesia debido a la inmensa multitud. Cumpliendo su petición, fue enterrado bajo el púlpito de la Iglesia.

Si queremos recoger los mismos frutos de ser salvos a millares de nuestros semejantes, como lo vio Whitefield, debemos seguir su ejemplo de oración y dedicación.

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